top of page
Buscar

Mi compañera, la ansiedad.

  • Foto del escritor: silkehorn
    silkehorn
  • 25 jun
  • 4 Min. de lectura

Desde que tengo memoria, la ansiedad fue parte de mí.

A los tres años, cuando otras niñas jugaban a las muñecas sin pensar en el mañana, yo me angustiaba con una idea que me parecía insoportable: la de hacerme vieja y morir. Ese pensamiento me perseguía, me asustaba, y me hacía sentir diferente. Hoy tengo un hijo de esa edad, y verlo vivir su infancia con la liviandad que yo no tuve, me hizo entender cuán profundamente se instaló en mí ese miedo desde tan temprano.


Fui una niña con muchas capacidades: aprendí a leer, escribir, sumar y restar antes de ir a la escuela. Me encantaba jugar a la maestra, era aplicada, responsable. Nadie tenía que recordarme hacer las tareas; incluso en vacaciones, las apuraba por miedo a no terminarlas a tiempo. Mi mente vivía adelantada al futuro. Y en esa carrera interna, crecía también una exigencia que con los años sería difícil de calmar.


Crecí en una casa humilde, con escasos recursos, y una estructura familiar que no ofrecía seguridad emocional. Mis padres estaban casados, pero su relación era frágil y dolorosa. Mi padre tenía problemas con el alcohol. Cuando no bebía, era un hombre bueno. Pero cuando empezaba, todo cambiaba. Fui testigo de discusiones, gritos y maltratos. Las celebraciones eran momentos de tensión, no de alegría. Navidad, Año Nuevo, cumpleaños… eran fechas que temía, porque ya sabía cómo terminarían.


En ese entorno, aprendí a anticipar, a leer señales, a prepararme siempre para lo peor. No vivía esperando lo lindo, vivía temiendo lo malo. Y esa forma de mirar la vida se volvió costumbre.

A medida que crecí, aparecieron nuevas inseguridades. Siempre fui muy delgada, extremadamente delgada. Me dolían las burlas, las miradas, los comentarios. Por más que me destacara en lo académico, por más que fuera siempre “la mejor alumna”, me sentía la fea del grupo, la invisible. Me costaba aceptar mi cuerpo, y con eso, mi autoestima también fue lastimándose.


Ingresé a la universidad con honores, en el puesto número 7 entre más de 1.200 estudiantes. Pero ahí empezó otro capítulo duro: la vida laboral. Trabajaba y estudiaba al mismo tiempo, y me desplazaba todos los días en transporte público. El sistema de buses es precario, y yo vivía lejos. Tenía que levantarme muy temprano, viajar apretada, con calor, con miedo de llegar tarde. Y ahí empezaron los ataques de pánico. Me bajaba de los buses temblando, con taquicardia, creyendo que me iba a desmayar o que tenía alguna enfermedad grave. Pero cada vez que me hacía estudios, salía todo normal.

Era mi cuerpo gritando por todo lo que mi mente callaba.


Durante años, viví con síntomas físicos de todo tipo: dolores musculares, frío, calor, temblores, malestar general. Pensaba que algo no andaba bien en mi salud, pero era mi ansiedad manifestándose. Somaticé todo lo que temía: todo lo que me angustiaba, todo lo que reprimía. Bajé aún más de peso, lo que reforzó mis inseguridades. Me costaba vestirme, mirarme al espejo, entrar a lugares sin sentir que todos me observaban o juzgaban. Era un círculo sin fin: cuanto más temía, más me afectaba, y cuanto más me afectaba, más temía.


A pesar de todo eso, mi vida siguió avanzando. Logré terminar la universidad, tuve un buen trabajo, me casé. Y ahí, en el amor de mi esposo, encontré algo que no conocía: contención. Él fue —y sigue siendo— mi refugio. Me acompañó en mis peores momentos, y me sostuvo hasta que yo pude sostenerme sola.

Decidí dejar el trabajo de oficina y dedicarme al trabajo desde casa. Tuvimos a nuestro primer hijo. Después al segundo. Y finalmente, hace poco más de un año, decidimos buscar a nuestra tercera hija, la que hoy completa nuestra familia.


Fue en ese proceso que mi cuerpo me dio otra alerta: mis niveles de glucosa en ayunas estaban alterados. Nada tenía sentido. Sin antecedentes, sin factores de riesgo. Pero ahí entendí que era otro llamado, otra forma de mi cuerpo de decir “basta”. Todo ese estrés acumulado, todas esas noches sin descanso mental, todo ese vivir anticipando el futuro… tenía consecuencias.


Fue entonces que decidí dejar de pelear contra la ansiedad.

La miré de frente, y en lugar de seguir huyendo, la invité a quedarse. Me amigué con ella. Entendí que no era mi enemiga, sino una parte de mí. Y que si la aceptaba, podía usarla como aliada. Pude ver que gracias a ella aprendí a ser consciente, profunda, sensible. Que me dio herramientas. Que me llevó a buscar, a cuestionar, a crecer.


Y así nació mi blog: Maravillosa Ansiedad. Porque sí, después de tantos años, puedo decir que mi ansiedad también es maravillosa. Me empujó a escribir, a expresar lo que durante tanto tiempo callé. Me regaló una forma de conectar con otras personas, de darles voz a esas emociones invisibles que tantas llevamos dentro.


Hoy sigo teniendo días difíciles, momentos en los que la mente se acelera y el cuerpo lo siente. Pero ahora tengo herramientas. Ahora tengo consciencia. Y, sobre todo, tengo gratitud. Gratitud por la vida que construí, por mis hijos, por mi esposo, por haber roto con patrones que me hicieron daño, por haber descubierto que el matrimonio sí puede ser un espacio de amor, de respeto, de paz.


Y sobre todo, tengo gratitud por esta ansiedad que, aunque incómoda, me enseñó a mirarme y a cuidarme como nunca antes lo había hecho.

Hoy elijo vivir. Elijo estar presente. Y elijo contar mi historia, porque sé que hay muchas otras como yo que necesitan saber que se puede salir adelante, que se puede transformar el dolor en aprendizaje, y la ansiedad… en algo verdaderamente maravilloso.


Con amor.

Silke

 
 
 

Comments


bottom of page