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La vida desde Martina: El control es solo una ilusión cuando el amor está por florecer.

  • Foto del escritor: silkehorn
    silkehorn
  • 6 abr
  • 3 Min. de lectura


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Eran cerca de las 22:00 horas del lunes 31 de marzo, por alguna extraña razón, esa noche decidimos con mi esposo acostarnos en habitaciones separadas, uno con cada uno de nuestros hijos. Una elección sin demasiada lógica aparente, pero con una sabiduría invisible que el corazón parece intuir antes que la mente.


Franco y papá ya se encontraban próximos a dormir. Luciano y yo, en cambio, compartíamos una charla que se fue volviendo cada vez más íntima, más profunda, como si su pequeño corazón necesitara conectar conmigo una vez más antes de que todo cambiara. Me preguntaba sobre cosas del pasado, sobre nuestra escuela, sobre la casa donde vivíamos.

Sus ojos se abrieron con asombro cuando le conté que gran parte de mi infancia transcurrió en una humilde casita de madera, construida por mi papá con sus propias manos. Y sin saberlo, él estaba abriendo puertas en mi memoria que hacía tiempo no se tocaban.


El día anterior había cumplido 37 semanas de embarazo. Cada día que pasaba nos acercaba más a conocer a Martina, la tan esperada Martina. Luciano, que ya estaba por cumplir 6 años, comprendía mucho más de lo que yo imaginaba. Sabía que, aunque esperábamos su nacimiento para dentro de unos 10 o 12 días, desde que empezara abril, su hermanita podría llegar en cualquier momento.


La charla se prolongaba, los minutos pasaban, y aunque el cuerpo pedía descanso, el alma se aferraba a ese instante de conexión. Le dije a Luciano que iría brevemente al baño y que, al regresar, ya debíamos dormir. Me levanté de la cama... y a partir de ahí, todo sucedió con una velocidad que aún hoy me cuesta asimilar.

22:30 del 31 de marzo, rotura de bolsa. Un llamado urgente a mi médico para saber cómo proceder. Dos niños con los ojos llenos de sorpresa y angustia, preguntando qué estaba pasando. Y papá, con la voz serena pero el corazón en carrera, diciendo:—“Martina está por nacer.”

Luciano me miró fijamente, y con un hilo de voz tembloroso, preguntó:—“¿Martina va a estar bien?” Sentí un nudo en el pecho. Quería prometerle el mundo entero, quería decirle que sí sin titubeos, que todo saldría perfecto. Y aunque en el fondo la incertidumbre me rozaba, me aferré a mi fuerza de madre, esa que se enciende en los momentos más desafiantes, y le respondí con firmeza:—“Sí, amor. Va a estar bien.”

Organizamos rápidamente quién podía venir a quedarse con los niños. Todo era un torbellino, pero dentro de mí había una calma suave, una certeza silenciosa de que todo iba a salir como debía.


Una hora más tarde, ya estábamos en la sala de urgencias del sanatorio. Escuchar el latido fuerte del corazón de Martina fue como sentir que el mundo volvía a ponerse en eje. Ella estaba allí, firme, decidida, demostrándome que estaba lista para llegar.


1 de abril del 2025, 06:26 de la mañana. El llanto más maravilloso que haya escuchado resonó en la sala. Mi corazón se rompió en mil pedacitos y se reconstruyó al mismo tiempo. Martina había llegado.

El ciclo de la vida volvía a comenzar. Una pequeña niña, de apenas 2,500 kg, le gritaba al mundo —y especialmente a mí— que uno puede hacer todos los planes del mundo, puede estructurar cada detalle con amor y dedicación, pero que finalmente, la vida ocurre cuando tiene que ocurrir, no cuando nosotros queremos que ocurra.


Yo había planificado todo: tiempos, pendientes, descansos, preparativos. Tenía un esquema perfecto, ideal, ordenado. Pero nada sucedió como lo había previsto. Y sin embargo… fue aún más perfecto.

Martina me regaló una enseñanza profunda desde el primer instante: no controlamos nada más allá de lo que ocurre en nuestra mente y en nuestro corazón. Lo demás… es vida.

Ella llegó antes de lo previsto, pero llegó con una fuerza increíble. Con la mirada firme, decidida. Como quien viene a contar una gran historia. Como quien sabe que su llegada marcará un antes y un después.

Y yo, que pensaba que iba a enseñarle a vivir…Estoy empezando a entender que será ella quien venga a enseñarme todo de nuevo.


Martina, amor mío…

Llegaste cuando quisiste, sin avisar, sin seguir ningún plan, pero con un mensaje claro y potente: que el amor no se programa, que la vida no se controla, y que a veces, lo más perfecto es aquello que escapa de nuestras manos.

Gracias por elegirme como tu mamá. Gracias por enseñarme desde el primer latido que el corazón siempre sabe más que el calendario. Viniste a revolucionar todo. A enseñarnos a volver a empezar. Y acá estamos, con el alma en los brazos, listos para acompañarte en tu historia.

Con amor infinito,

Mamá.

 
 
 
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